9/9/09

ESTALLIDO O PAZ (EDUCAR ES LO MÁS REVOLUCIONARIO)


Por Lydia cacho

Ayer escuché a un niño de 10 años que azorado escuchaba las historias del 68 como un cuento de terror ¿Pero por qué los mataron por quejarse?, preguntó el pequeño.

A veces restamos importancia al contenido real y simbólico de las palabras. El niño imagina un estallido social como una guerra civil, y hubo que explicarle que en la guerra civil la población de un mismo país se mata entre sí; un estallido social es una manifestación generalizada de inconformidad, un acto de desesperación de grupos sociales convencidos de que todos los recursos del sistema se han agotado.

Cuando un gobierno persiste en negar la realidad a quienes la padecen, se dan marchas, huelgas, paros y manifestaciones tumultuarias. Cuando un gobierno opera adecuadamente, la sociedad se siente contenida y representada, en mayor o menor grado, y considera que el Estado administra bien sus impuestos y protege su seguridad. En ausencia de esa contención la sociedad busca salidas desesperadas. El estallido permite desahogar la ira contenida y la impotencia, pero también las alimenta. Puede ser el recurso que hace de antesala a una dictadura.

Empresarios advierten estallidos sociales en Oaxaca y Puebla, mientras Ulises Ruiz y Mario Marín reprimen más que nunca. El problema con advertir un estallido social incontrolable con catervas iracundas y violentas, que inundarán las calles y robarán para comer, es que se alientan y justifican las estrategias políticas que nutren la polarización social, que se fortalecen con la represión. El problema con buscar la utopía revolucionaria incitando a un estallido social violento es que el resultado será siempre contraproducente, la historia lo demuestra plenamente.

Plantear que tras el estallido vendrá la represión y a partir de esa represión la mayoría se rebelará y surgirá un cambio drástico es falso. Lo que acaba sucediendo es que las fuerzas políticas se unen para defender al Estado. Es decir, las acciones violentas fortalecen la represión y la justifican. Llamar a la violencia como respuesta es vaciar de contenido al pensamiento democrático. El gran acto político y revolucionario es educar para la paz y los derechos civiles.

7/9/09

NO CREO EN EL MENSAJE DE CALDERON



MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA

Fue bien recibido el decálogo que el presidente Felipe Calderón incluyó en su mensaje del miércoles 2 de septiembre. Le dieron la bienvenida quienes habitualmente califican positivamente el desempeño presidencial (quienquiera que sea el presidente), los partidarios de Calderón y su partido, los ciudadanos animados por la esperanza y la buena fe y, de plano, los crédulos que se fían de lo que los gobernantes dicen.

Como yo no entro en ninguna de esas categorías, puedo afirmar palmariamente que no creo en las palabras de ese mensaje. Más de una vez hemos oído el tono de arenga histórica que adornó al discurso del 2 de septiembre como para dejarnos persuadir por sus énfasis. Al azar escojo lo dicho por Calderón en la presentación de otro decálogo, en que se resumía el Programa de Apoyo a la Economía el 3 de marzo del año pasado. Son palabras del mismo género que las de la semana pasada:

"Hoy tomamos con firmeza las riendas de nuestro destino, para llevar a la nación al futuro distinto y mejor que anhelamos para las generaciones del mañana."

Ese tono, más propio de un priista de los años sesenta que del jefe del Estado proveniente de un partido que depositaba en la oratoria una porción relevante de su confianza para transformar a México, se basaba en un pésimo diagnóstico de la realidad. Cuando ya la economía estadunidense se desaceleraba, Calderón creía que nuestro país contaba "con una economía fuerte, capaz de enfrentar los ciclos económicos internacionales". No sorprende su desacierto, porque lo afecta a menudo, sobre todo cuando intenta dictaminar en materias que le son ajenas. Como si fuera médico y contara con la información que deriva del examen directo del cuerpo, afirmó campanudamente en marzo de 2007 que la señora Ernestina Ascensión había muerto de una gastritis crónica mal cuidada, siendo que había evidencias médicas formales de que fue víctima de una agresión física brutal. Igualmente erró al afirmar, como si le constara, que Michael Jackson murió a causa de sus adicciones (con lo cual quiso impresionar a jóvenes para apartarlos de esa destructiva inclinación), mucho antes de que se determinara que esa figura del espectáculo murió a causa de una dosis excesiva de fármacos curativos prescrita por su médico personal.

Como escribió Manuel Gómez Morín, las palabras, como las monedas, se gastan por el uso, y más todavía por el uso fraudulento. Calderón me invitó a descreer de su mensaje desde el comienzo, al decir en el primer punto de su decálogo que se propone "destinar toda la fuerza (…) del Estado para frenar el crecimiento de la pobreza".

Toda la fuerza del Estado. He recordado al escuchar esa frase una vez más varias ocasiones en que se anunció su aplicación en problemas de diversa envergadura. Y uno de dos extremos ha tenido lugar: o la fuerza del Estado es magra y por consecuencia su uso es ineficaz, no logra vencer al enemigo contra el que se lanza; o proferir la frase es sólo palabrería, retórica huera, que oculta la verdadera intención de no hacer nada en el ámbito respecto al cual se pronuncia.

El 1 de septiembre de 1996, en su segundo informe de gobierno, el presidente Ernesto Zedillo anunció que emplearía "toda la fuerza del Estado" para combatir al Ejército Popular Revolucionario (EPR), que se había mostrado por vez primera un par de meses atrás, en el vado de Aguas Blancas, donde el 28 de junio habían sido asesinados 18 campesinos por las fuerzas de seguridad local guerrerense. Terminó el sexenio de Zedillo, transcurrió el de Vicente Fox y comenzó el de Calderón, y el EPR sigue en las montañas de donde emergió, actuando de tanto en tanto, hasta el punto de haber atacado, con severas consecuencias, instalaciones de Pemex en tres estados de la república, en julio y septiembre de 2007. El secretario de Gobernación de entonces, Francisco Javier Ramírez Acuña (vuelto a la escena federal después de su fracaso en Bucareli, ahora como presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados) repitió, como en la aparición inicial de ese grupo guerrillero, que se aplicaría contra él "toda la fuerza del Estado". Aunque le ha asestado algunos golpes, como detener y hacer desaparecer a dos de sus militantes, el EPR continúa remontado y vigente, capaz hasta de iniciativas políticas como solicitar la aparición de esos miembros suyos a través de una comisión de mediación ante la cual el gobierno mostró sus incapacidades. En el supuesto de que el Estado no capturó a esos militantes, nada ha podido o querido hacer para que se conozca lo que fue de ellos.

El 2 de abril de 2005 desapareció el reportero del diario sonorense El Imparcial Alfredo Jiménez. Era un informador joven y ya maduro, sobre todo en el abordamiento del tema de temas periodísticos, el narcotráfico. Una de sus fuentes despachaba en la delegación de la Procuraduría General de la República. Hacia allá se dirigió el último día en que se supo de él, de modo que las hipótesis sobre su paradero y su destino implicaban por igual a bandas de maleantes que a personal de la procuración de justicia encargado de perseguir a aquéllos. Como transcurrieran las semanas sin tener noticias de su hijo, los padres de Alfredo Jiménez aprovecharon una visita del presidente Vicente Fox a Hermosillo para demandar la aparición de su hijo. Con la solemnidad a que jamás se acostumbró, Fox prometió que "toda la fuerza del Estado" se encauzaría a la localización del reportero desaparecido y al castigo de quienes lo hubieran atacado. Cuatro años y medio después seguimos ayunos de noticias sobre lo ocurrido al periodista de El Imparcial.

Quizá fue frustráneo el empleo de "toda la fuerza del Estado" en ese caso porque Fox estaba aplicándola en otro menester de mayor amplitud. En marzo de ese año, al iniciar un programa asistencial alimentario, el propio Fox ya había lanzado "toda la fuerza del Estado" contra el hambre, a la que iba a derrotar "muy rápido", según calculó con su proverbial irresponsabilidad. No hace falta subrayar que ese ambicioso propósito no se cumplió, ni de lejos.

El propio Calderón ha usado la expresión antes del 2 de septiembre. El 29 de ese mismo mes del año pasado, en Cuitzeo, Michoacán, avisó que emplearía "toda la fuerza del Estado" contra el crimen organizado. Dos semanas atrás había ocurrido el despiadado ataque terrorista contra la gente que acudió a la fiesta del Grito en la plaza principal de Morelia, y a esa agresión se refería el presidente. A menos que se crea que los procesados por ese acontecimiento son los verdaderos culpables (aunque hayan sido puestos a disposición de las autoridades por La Familia michoacana, que imputó los delitos a sus enemigos Los Zetas y los capturó ), esa es una nueva muestra de la futilidad de los anuncios que implican a "toda la fuerza del Estado", acaso porque el poder a que se refiere la expresión ha disminuido al punto de ser inocuo o porque siendo aún vigoroso los resortes para que actúe no están ya, desde hace mucho tiempo, al alcance del titular del Poder Ejecutivo, quienquiera que lo encarne.

Toda la fuerza del Estado: ¡bah!

2/9/09

HABLAR MAL DE MÉXICO



DENISE DRESSER


Y en los tiempos oscuros, ¿habrá canto?
Sí. Habrá el canto sobre los tiempos oscuros.
Bertolt Brecht




Hace unos días, el presidente Felipe Calderón criticó a los críticos y convocó a hablar bien de México: "Hablar bien de México, de las ventajas que México tiene… es la manera de construir, precisamente, el futuro del país". Y de allí, siguiendo su propio exhorto, pasó a congratularse porque la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes aquí es más baja que en Colombia, Brasil, El Salvador o Nueva Orleáns. Las ventajas de México quedarán claras cuando decidamos hablar bien del país, concluyó.


Escribo ahora para pedirte –lector o lectora– que hagas exactamente lo contrario a lo que el Presidente exige. Escribo ahora para recordarte que el estoicismo, la resignación, la complicidad, el silencio, y la impasibilidad de tantos explican por qué un país tan majestuoso como México ha sido tan mal gobernado. Es la tarea del ciudadano, como lo apuntaba Günter Grass, vivir con la boca abierta. Hablar bien de los ríos claros y transparentes, pero hablar mal de los políticos opacos y tramposos; hablar bien de los árboles erguidos y frondosos pero hablar mal de las instituciones torcidas y corrompidas; hablar bien del país pero hablar mal de quienes se lo han embolsado.

El oficio de ser un buen ciudadano parte del compromiso de llamar a las cosas por su nombre. De descubrir la verdad aunque haya tantos empeñados en esconderla. De decirle a los corruptos que lo han sido; de decirle a los abusivos que deberían dejar de serlo; de decirle a quienes han expoliado al país que no tienen derecho a seguir haciéndolo; de mirar a México con la honestidad que necesita; de mostrar que somos mejores que nuestra clase política y no tenemos el gobierno que merecemos. De vivir anclado en la indignación permanente: criticando, proponiendo, sacudiendo. De alzar la vara de medición. De convertirte en autor de un lenguaje que intenta decirle la verdad al poder. Porque hay pocas cosas peores –como lo advertía Martin Luther King– que el apabullante silencio de la gente buena. Ser ciudadano requiere entender que la obligación intelectual mayor es rendirle tributo a tu país a través de la crítica.

Ahora bien, ser un buen ciudadano en México no es una tarea fácil. Implica tolerar los vituperios de quienes te exigen que te pases el alto, cuando insistes en pararte allí. Implica resistir las burlas de quienes te rodean cuando admites que pagas impuestos, porque lo consideras una obligación moral. Lleva con frecuencia a la sensación de desesperación ante el poder omnipresente de los medios, la gerontocracia sindical, los empresarios resistentes al cambio, los empeñados en proteger sus privilegios.


Aun así me parece que hay un gran valor en el espíritu de oposición permanente y constructiva versus el acomodamiento fácil. Hay algo intelectual y moralmente poderoso en disentir del statu quo y encabezar la lucha por la representación de quienes no tienen voz en su propio país. Como apunta el escritor J.M. Coetzee, cuando algunos hombres sufren injustamente, es el destino de quienes son testigos de su sufrimiento padecer la humillación de presenciarlo. Por ello se vuelve imperativo criticar la corrupción, defender a los débiles, retar a la autoridad imperfecta u opresiva. Por ello se vuelve fundamental seguir denunciando las casas de Arturo Montiel y los pasaportes falsos de Raúl Salinas de Gortari y las mentiras de Mario Marín y los abusos de Carlos Romero Deschamps y el escandaloso Partido Verde y los niños muertos de la guardería ABC y los cinco millones de pobres más.

No se trata de desempeñar el papel de quejumbroso y plañidero o erigirse en la Casandra que nadie quiere oír. No se trata de llevar a cabo una crítica rutinaria, monocromática, predecible. Más bien un buen ciudadano busca mantener vivas las aspiraciones eternas de verdad y justicia en un sistema político que se burla de ellas. Sabe que el suyo debe ser un papel puntiagudo, punzante, cuestionador. Sabe que le corresponde hacer las preguntas difíciles, confrontar la ortodoxia, enfrentar el dogma. Sabe que debe asumirse como alguien cuya razón de ser es representar a las personas y a las causas que muchos preferirían ignorar. Sabe que todos los seres humanos tienen derecho a aspirar a ciertos estándares decentes de comportamiento de parte del gobierno. Y sabe que la violación de esos estándares debe ser detectada y denunciada: hablando, escribiendo, participando, diagnosticando un problema o fundando una ONG para lidiar con él.

Ser un buen ciudadano en México es una vocación que requiere compromiso y osadía. Es tener el valor de creer en algo profundamente y estar dispuesto a convencer a los demás sobre ello. Es retar de manera continua las medias verdades, la mediocridad, la corrección política, la mendacidad. Es resistir la cooptación. Es vivir produciendo pequeños shocks y terremotos y sacudidas. Vivir generando incomodidad. Vivir en alerta constante. Vivir sin bajar la guardia. Vivir alterando, milímetro tras milímetro, la percepción de la realidad para así cambiarla. Vivir, como lo sugería George Orwell, diciéndoles a los demás lo que no quieren oír.

Quienes hacen suyo el oficio de disentir no están en busca del avance material, del avance personal o de una relación cercana con un diputado o un delegado o un presidente municipal o un Secretario de Estado o un Presidente. Viven en ese lugar habitado por quienes entienden que ningún poder es demasiado grande para ser criticado. El oficio de ser incómodo no trae consigo privilegios ni reconocimiento, ni premios, ni honores. Uno se vuelve la persona que nadie sabe en realidad si debe ser invitada, o el colaborador de una revista a la cual le recortan la publicidad.

Pero el ciudadano crítico debe poseer una gran capacidad para resistir las imágenes convencionales, las narrativas oficiales, las justificaciones circuladas por televisoras poderosas o Presidentes porristas. La tarea que le toca –te toca– precisamente es la de desenmascarar versiones alternativas y desenterrar lo olvidado. No es una tarea fácil porque implica estar parado siempre del lado de los que no tienen quién los represente, escribe Edward Said. Y no por idealismo romántico, sino por el compromiso con formar parte del equipo de rescate de un país secuestrado por gobernadores venales y líderes sindicales corruptos y monopolistas rapaces. Aunque la voz del crítico es solitaria, adquiere resonancia en la medida en la que es capaz de articular la realidad de un movimiento o las aspiraciones de un grupo. Es una voz que nos recuerda aquello que está escrito en la tumba de Sigmund Freud en Viena: "la voz de la razón es pequeña pero muy persistente".

Vivir así tiene una extraordinaria ventaja: la libertad. El enorme placer de pensar por uno mismo. Eso que te lleva a ver las cosas no simplemente como son, sino por qué llegaron a ser de esa manera. Cuando asumes el pensamiento crítico, no percibes a la realidad como un hecho dado, inamovible, incambiable, sino como una situación contingente, resultado de decisiones humanas. La crisis del país se convierte en algo que es posible revertir, que es posible alterar mediante la acción decidida y el debate público intenso. La crítica se convierte en una forma de abastecer la esperanza en el país posible. Hablar mal de México se vuelve una forma de aspirar al país mejor.

Esta es una posición vital extraordinariamente útil pero heterodoxa en un lugar que cambia pero muy lentamente debido a la complicidad de sus habitantes y sus gobernantes. Porque hay tantos que parten de la premisa: "así es México". Tantos que parten de la inevitabilidad. Tantos que parten de la conformidad. Ya lo decía Octavio Paz: "Y si no somos todos estoicos e impasibles –como Juárez y Cuauhtémoc– al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de nuestras victorias nos conmueve nuestra entereza ante la adversidad". Allí está nuestro conformismo con la corrupción cuando es compartida. Nuestra propensión a compararnos hacia abajo y congratularnos –como lo hace Felipe Calderón– porque por lo menos México no es tan violento como la ciudad de Nueva Orleáns.

Ante esa propensión al conformismo te invito a hablar mal de México. A formar parte de los ciudadanos que se rehúsan a aceptar la lógica compartida del "por lo menos". A los que ejercen a cabalidad el oficio de la ciudadanía crítica. A los que alzan un espejo para que un país pueda verse a sí mismo tal y como es. A los que dicen "no". A los que resisten el uso arbitrario de la autoridad. A los que asumen el reto de la inteligencia libre. A los que piensan diferente. A los que declaran que el emperador está desnudo. A los que se involucran en causas y en temas y en movimientos más grandes que sí mismos. A los que en tiempos de grandes disyuntivas éticas no permanecen neutrales. A los que se niegan a ser espectadores de la injusticia o la estupidez. A los que critican a México porque están cansados de aquello que Carlos Pellicer llamó "el esplendor ausente". A los que cantan en la oscuridad porque es la única forma de iluminarla.