Por Manuel González Perrusquía
Es
octubre y apenas sé nada de la vida.
Hubiera
querido nadar en el mar primigenio,
aquel del
que escaparon los primeros fugitivos
que
treparon al árbol del pecado.
Todos los
otoños son los primeros
cuando
las hojas amarillas se apartan del paso,
cuando
todos los misterios dibujan de nuevo
un
interrogante alado en la arena de mis playas.
Es verdad
que el tiempo me ha enseñado
que no
todas las derrotas son hermosas,
que no
todos los sobrios son hombres sabios
con polvo
estelar en sus zapatos,
pero no
por eso he perdido la costumbre
de buscar
amaneceres que me nombren.
Como
quien busca a tientas la salida
o el
interruptor, en lo oscuro
de una
casa sin relojes ni bombillas,
como
quien recibe cartas de un extraño,
factura
de promesas que incumplimos,
porque las mejores promesas son esas
a las que no hay que cumplir
llorando
cansados y perdidos.
Velamos
al verano. Ya se han muerto
los días
del espejismo en que juramos
tendidos
en la playa: no regreso,
que
vengan a buscarme. No regreso.
Y aquí
estamos.
Reconociendo
mi ignorancia ante la vida,
buscando
algún refugio en los poemas,
en la
cama deshecha ocasionalmente por el insomnio,
en las
pecas de aquel rostro que se alejan
como aves
migratorias que prometen
regresar
cuando el invierno nos de tregua.
Arde octubre como los bosques de un verano
descalzo,
maltratado y aturdido.
Y en la autopista escucho la mítica “forever young”,
y yo, que
apenas sé nada de la vida,
intuyo
que ésta, la vida digo, espera
luminosa
y escondida allí,
hablando
el idioma de las caracolas
nombrándome
en la noche mientras duermo.
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